Por José Alberto Gaytán García*
Presionado por la opinión pública, por la prensa, por sus enemigos políticos y principalmente por el Gobierno de Inglaterra, el presidente Antonio López de Santa Anna mandó llamar de manera urgente al Lic. José María Bocanegra, ministro de Gobernación y Relaciones Exteriores, para darle de manera tajante la siguiente orden: “Señor ministro, caiga quien caiga, quiero a los asesinos del pintor Egerton y de la mujer que lo acompañaba“. Santa Anna, de 48 años de edad, cabello negro, uno ochenta de estatura, vestido con un elegante uniforme militar de color blanco con vivos negros, al cual adornaban como veinte condecoraciones talladas con piedras preciosas, hizo una breve pausa, como si contuviera la respiración, para lanzar después un estruendoso grito, seguido de un fuerte manotazo sobre la cubierta de cuero de su escritorio presidencial: “Pero los quiero ya don José María”.
“Se hará como ordene su Excelencia,” respondió el ministro Bocanegra, haciendo un esfuerzo por mantener la ecuanimidad y control de la situación, agregando: “Si Su Alteza no dispone otra cosa, pido permiso para retirarme”, secamente Santa Anna le contestó: “Vaya usted”, acto seguido, el ministro hizo un saludo cortesano inclinando la cabeza frente al presidente de México, quien sin pararse de su escritorio lo miraba fijamente sin parpadear, mientras don José María Bocanegra caminaba hacia atrás rumbo a la puerta del despacho presidencial, es decir, sin darle la espalda al malhumorado general veracruzano.
Al día siguiente, batallones de policías y soldados fuertemente armados iniciaron una brutal cacería en tabernas, cantinas, pulquerías y negocios de mala muerte de Tacubaya, la Piedad, Mixcoac, Xola y demás pueblos y rancherías del rumbo. El resultado de la primera redada fue de 67 “sospechosos” detenidos, entre ellos, mal vivientes, borrachitos, aguadores, areneros, leñeros, carboneros y tlachiqueros, que eran campesinos que se dedicaban a extraer el aguamiel de la penca del maguey, con este sabroso líquido o néctar se elabora el pulque, la bebida nacional de aquel entonces. Ninguno de los detenidos se salvó de una santa golpiza, sin embargo, las autoridades no lograron que estos desdichados hombres admitieran ser los asesinos de la pareja inglesa.
El jefe de la comandancia general de la policía de México, el general Gabriel Valencia, desesperado porque no aparecían los asesinos envió agentes encubiertos a infiltrarse en bares, cafés, peluquerías y lugares públicos frecuentados por la clase media de la capital, con la instrucción de poner atención a las conversaciones de la gente para ver si alguien sabía algo de los asesinos. Esta medida tampoco dio resultado, así que el general Valencia, sabedor de que peligraba su chamba y hasta su vida sino encontraba pronto a los asesinos, se jugó su última carta, acudió a un famoso salteador de caminos de nombre Abraham de los Reyes, alias “el Gachupín,” quien era considerado el jefe de todos los delincuentes de México, una especie de “padrino de la mafia.” Este hombre se encontraba preso y “encapillado” en el penal de la Acordada, dentro de este temido lugar, había una sección llamada “la capilla” donde los sentenciados a muerte se les permitía pasar sus últimos días; generalmente se les enviaba ahí una semana antes de su ejecución, “la capilla” era atendida por los frailes de la Archicofradía del Rosario cuyo trato y cuidados contrastaba con la brutal deshumanización de los carceleros del penal. La capilla estaba fuertemente custodiada por la tropa debido a la peligrosidad de los delincuentes transferidos, mismos que recibían el apodo de “Encapillados”. Uno de esos “Encapillados” era “el Gachupín,” apodado así por haber nacido en Valencia, España, quien a cambio de que le perdonaran la vida, prometió al jefe de la policía utilizar sus amistades y contactos del bajo mundo de la delincuencia para dar inmediatamente con el paradero de los asesinos.
Mientras la policía negociaba con “el Gachupín”, los militares que también buscaban a los asesinos, se dieron vuelo ahorcando a decenas de maleantes y salteadores de caminos, entre la bola, mataron a mucha gente inocente que nada tenía que ver con actividades criminales y mucho menos con la muerte del pintor Egerton y de su acompañante. Continuará…
jalbertogaytangarcia@gmail.com
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Acerca del autor
- José Alberto Gaytán García ha escrito artículos y ensayos de corte académico en diarios y revistas de México y de los Estados Unidos; ha participado en importantes proyectos académicos e impartido conferencias sobre temas de historia, tecnología y educación en el marco de las relaciones entre México y los Estados Unidos, tema en el cual realizó sus estudios de doctorado en The Graduate School of Internacional Studies de la Universidad de Miami.
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